La Carneada, una tradición familiar

Relato Laura Messina

De madrugada, un frio invierno de 1968, medios dormidos, subíamos al auto, camino al campo, antes de cruzar el puente grande cerca de coronda, bajábamos de la ruta a mano derecha, para cruzar la vía y abrir una tranquera de hierro forjada y oxidada, que aún hoy en día sigue estando tapada de maleza.

(Foto 1) Un camino largo de tierra y arena marcaba la llegada a una casa grande rodeada de frondosos árboles, con un patio trasero que tenía aljibe y desde ahí la bajada que daba al río.

Ahí estábamos, Raulito, mi hermano y yo, emocionados por comenzar la aventura y sentirnos tan libremente sanos, dispuestos a tener los mejores días, que hasta hoy atesoro y les contaré.
Íbamos con los abuelos, María y Giliberto Messina. Tres días de expedición, llenos de aventuras, con olor a humo y de no parar de meter las narices en todos los trabajos y preparativos.

El primer día se mataba la vaca, la cuereaban y un enorme fuentón esperaba la caída de todas las vísceras. Hígado, estómago, intestinos y demás caían todos juntos, se separaba todo muy rápido, para luego cortar el animal en dos mitades y sacar lo más importante, toda la pulpa y llevarla a la heladera.

El segundo día, mataban a los chanchos. Toda la sangre del animal, serviría para hacer morcilla. Mucha agua caliente en ollas hirviendo a base de fuego a leña, la usaban para mojar los pelos del animal. El agua caliente y los cuchillos iban sacando el pelo del animal, ya ubicado sobre tablones, terminando su cuerpo entero afeitado y de color rosado. También se cuarteaba. Lo más preciado era el tocino, que se lleva a la heladera, para que se endureciera y poder cortar luego los dados que irían en los chorizos.

El tercer día, era la preparación de una mesa inmensa de carne vacuna y porcina molidas, con los dados de tocino, que se mezclan a mano y veo ahora las manos del abuelo que sazonaban con sal gruesa, pimienta, clavo de olor, y un mejunje de vino tinto y ajo en un lienzo que era rociado sobre toda la masa.

Una máquina embutidora se colocaba en un extremo de la mesa, tenía un pico largo, donde se metía la tripa y en la boca de la máquina echaban bochas de masa de carne, mientras unos brazos fuertes daban vuelta la manija, la tripa crecía y se llena con la mezcla. Iban quedando como rollos, que alguien bien diestro, con hilo lonero, iba atando y haciendo las tiras de chorizos.

Los primeros chorizos que, hacia el abuelo, eran para nosotros tres. Unos diferentes, pequeños, que, con un ojal de hilo en la punta, nos pedía el índice y, colgaba de ellos la primera muestra de todos esos días de trabajo.

¡Qué felices estábamos! Midiendo cuál de los tres era más grande… ¡Y saben qué? durante años me pregunté, y nunca supe como hacía, para hacer que los tres chorizos fueran iguales.

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